La cara B del Coronavirus (III)


La situación de confinamiento obligatorio en la que nos encontramos está poniendo contra las cuerdas a mucha gente. Para entender mejor este fenómeno he contactado con alguien que se mueve como pez en el agua en las corrientes de la filosofía y la sociología. No tiene ningún afán de protagonismo, así que acepta enseguida lo que se ha convertido ya en una constante de mis entrevistas: la identidad del mensajero se desdibuja y la atención se centra en exclusiva en sus respuestas.

¿Cómo está viviendo usted el confinamiento obligatorio?
A nivel personal lo vivo como la irrupción radical de lo trágico en lo cotidiano.

¿Y a nivel colectivo? 
Las situaciones que escapan a nuestro control y nos lanzan a la incertidumbre nos recuerdan nuestra fragilidad, algo con lo que en general no nos manejamos muy bien.

¿Por qué no?
Vivimos en una sociedad frenética que nos fuerza a estar constantemente en movimiento, trabajar, producir, conseguir cosas, ser vistos. El tiempo de ocio tampoco escapa de esa línea: está enfocado al entretenimiento constante y al consumismo. Zygmunt Bauman, en su estudio sobre la sociedad líquida, lo explicó muy bien: el capitalismo hace tiempo que ha dejado de aportar seguridad a los ciudadanos. Vivimos en el cambio constante y en la dificultad por encontrar algún tipo de estabilidad, lo cual afecta a la calidad de nuestros vínculos personales y conduce a un individualismo alienante. Esa es una de las grandes paradojas de nuestros tiempos: en un sociedad hiperconectada, cada vez estamos más desconectados de nosotros mismos.

¿Cómo nos afecta esta desconexión en estos momentos?
De alguna manera el confinamiento ha invertido los papeles. Al vernos privados del mundo exterior, el mundo interior cobra protagonismo. En cuanto el ruido se reduce y uno se detiene, afloran nuestros miedos.

¿Qué tipo de miedos?
Miedo a la muerte, a la enfermedad, al dolor, a la falta de recursos, al abandono, a la soledad, a la incertidumbre, al aburrimiento, al vacío... No son miedos nuevos. Ya estaban ahí. Carl Jung se pasó toda la vida estudiando la influencia de los miedos en las vidas de las personas. ¿Sabe a qué conclusión llegó?

No.
Nuestros miedos inconscientes dominan nuestras vidas. Es decir, nuestra libertad depende en gran medida de lo bien que nos llevemos con ellos. Eso es algo que los publicistas saben muy bien: los anuncios apelan constantemente a nuestros miedos para vendernos todo tipo de cosas. El confinamiento no ha creado nada que no estuviera ya en nosotros, simplemente lo ha hecho más evidente. Lo que también se hace más evidente es que cuando nos quedamos solos con nosotros mismos aparece un tipo de ansiedad que no sabemos cómo manejar. 

¿A qué cree que se debe esa incapacidad?
Por un lado hemos recibido una educación totalmente alejada del mundo emocional. La mayoría de personas salimos al mundo sin pistas ni herramientas para enfrentarnos al sufrimiento. Por otro, nuestra manera de enfrentarnos a él tiende a ser recurriendo a actividades que nos entretengan y nos distraigan. Somos una sociedad que vive de espaldas al dolor, que huye de él a toda costa, y eso es algo que en estos momentos nos está pasando factura.

Yo conozco a gente que medita...
A raíz de la crisis económica del 2008 se produjo un tímido cambio de conciencia en ese sentido. Mucha gente empezó a darse cuenta que el bienestar emocional, la salud física y la calidad de sus vínculos personales mejoraba en la medida en que se acercaban a su mundo interior. Eso ha favorecido la propagación de prácticas milenarias que ponen el foco en el silencio y la pausa como vía para facilitar la conexión con uno mismo. Las personas que practican la introspección están mejor equipadas para evitar que el miedo tome el control de sus vidas. Ahora bien, no se puede leer esta situación teniendo únicamente en cuenta la respuesta personal al confinamiento.

¿Qué quiere decir?
Somos hijos de nuestros tiempos. Eso es a lo que se refiere Ortega y Gasset cuando dice “el hombre es él y sus circunstancias”.

Le sigo
El contexto político, económico y social en el que vivimos tiene un impacto determinante en nuestras vidas. Es ahí donde se encuentran las claves para entender la confusión que atravesamos como sociedad y nuestra posición como esclavos contemporáneos que apunta Bauman.

¿De qué somos esclavos?
De nuestras creencias, de nuestras inercias ideológicas y también, como apuntó Paul Valery, de las fuerzas ficticias.

¿Qué son las fuerzas ficticias?
Simplificando mucho vendrían a ser los relatos que articulan nuestra sociedad. Postulados fundamentales aceptados por la mayoría de la población.

¿Por ejemplo?
Por ejemplo la idea del crecimiento ilimitado como algo natural o la de que el hombre está llamado a ocupar un papel de supremacía y dominación en el planeta. Estas dos fuerzas ficticias justifican la explotación que el sistema capitalista ejerce tanto sobre las personas como sobre los recursos naturales.

¿Para qué nos puede servir el conocimiento de las fuerzas ficticias?
Cualquier intento de construir otro tipo de sociedad pasa necesariamente por cuestionar su validez.

¿Cree usted que el confinamiento puede traer una reflexión en ese sentido?
Existe una corriente de pensamiento que sostiene que toda debacle es un mal necesario para conseguir un bien mayor. Esa visión del sufrimiento proviene de la tradición judeo-cristiana. Personalmente no la suscribo, pero sí estaría de acuerdo en que las crisis son momentos en los que las certezas que damos por válidas se desmoronan y eso genera mayor predisposición a buscar otras respuestas. En ese sentido disponer de un tiempo de reflexión puede ser una oportunidad.

¿Una oportunidad para qué?
Dice Lucrecio en Rerum natura: “No hay nada más dulce que observar un naufragio desde tierra firme”. Esto viene a explicar que cuando nos sentimos a salvo nos olvidamos de nuestra vulnerabilidad, de nuestra condición de mortales expuestos a fuerzas que escapan de nuestro control. Fíjese que desde esa falsa tranquilidad uno podría ver una serie de ficción sobre la peste, y pensar que eso es algo totalmente ajeno a uno. La realidad a la que este virus nos está enfrentando nos recuerda que no somos inmortales ni omnipotentes y eso nos coloca frente a nuestra fragilidad, no solo como individuos, sino también como sociedad.

¿Sabernos vulnerables cambia nuestra manera de ver la vida?
Le responderé a esa pregunta con una frase de Bordieau: “la verdadera medicina empieza con el reconocimiento de la enfermedad invisible”

¿Y cual es la enfermedad invisible aquí?
Yo diría que son dos. La primera sería la falta de cuestionamiento ante nuestra forma de vivir. Castroriadis dice: “la sociedad está enferma si deja de cuestionarse”. Y en ese sentido somos una sociedad enferma: hemos aceptado el ritmo frenético que nos impone el sistema capitalista, hemos comprado las formas de entretenimiento alienantes que propone y nos hemos resignado a la precariedad como una realidad incontestable.

¿Y la segunda?
La segunda enfermedad que padecemos silenciosamente es el desconocimiento de las estructuras que sostienen el sistema capitalista. Y sin embargo esas estructuras son la causa directa de las llamadas “diseases of dispair” o enfermedades de la desesperación.

¿Qué son las enfermedades de la desesperación?
Son enfermedades que se dan en personas que caen en una situación socio-económica de pobreza y exclusión social: drogadicción, suicidio y alcoholismo. A partir del 2010 se detectó en Estados Unidos un notable auge de este tipo de comportamientos autodestructivos entre la población blanca de clase media y de edad avanzada, seguida de un aumento de la mortalidad de los hispanos y de los afroestadounidenses.

¿Qué quiere decir?
La idea de que el fracaso es algo individual no sólo es falsa, sino que es muy dañina. El sistema capitalista, en su búsqueda constante por el máximo beneficio económico, genera sistemáticamente situaciones de pobreza y desigualdad ante las que miles de personas en el mundo se encuentran indefensas y desprotegidas. La situación de desesperación de estas personas, que a menudo se sienten responsables de su fracaso, no responde a su incapacidad personal sino a las prácticas económicas del neoliberalismo. Saber esto no sólo ayuda a aliviar su sufrimiento sino que permite una actitud crítica de toda la sociedad hacia las decisiones políticas que permiten estas dinámicas. Eso es algo que también apuntó Bauman, que advirtió también del papel crucial de los Estados a la hora de limitar el capitalismo salvaje por el bien de sus ciudadanos. 

¿Cual es la situación de España en ese sentido?
En el caso de España las consecuencias económicas de la crisis del 2008 no fueron asumidas por las élites económicas que la provocaron. Es más, fueron usadas como argumento político para seguir recortando drásticamente el estado del bienestar, lo cual ha dejado en una situación de desamparo social y desesperación a los sectores más vulnerables de la sociedad, cuyas vidas se centran en la mera supervivencia.  

¿Cree que eso se puede volver a repetir en la crisis actual?
Las crisis son momentos en los que las cosas pueden cambiar, en un sentido o en el otro. Si los Estados no toman medidas para defender a sus ciudadanos de las prácticas neoliberalistas, asistiremos a un capitalismo todavía más extremo que agravará el empobrecimiento de toda la población. 

¿Cómo lee usted los aplausos diarios de la población al personal sanitario?
Me parece que refleja una puesta en valor de su labor social. Sin embargo no nos llamemos a engaño: en términos prácticos no supone ningún cambio a la situación de colapso y desprotección en la que se encuentran desde hace años. Si esos aplausos no se traducen en exigir a la clase política que restaure el estado del bienestar sólo habrán servido para animar a los que pagan los platos rotos del sistema, a que sigan haciéndolo.

¿Confía usted en que el Gobierno tome medidas en ese sentido?
Creo que nos jugamos mucho como para dejarlo en manos del Gobierno. Cuando acabe el confinamiento será un momento clave para decidir el tipo de sociedad en la que queremos vivir. Podemos dejar que las consecuencias económicas, sociales y emocionales provocadas por esta crisis recaigan, de nuevo, sobre los ciudadanos. O podemos aprender de lo sucedido, cuestionar la forma en la que vivimos y salir a defender otro tipo de sociedad. El reto es colectivo, pero la respuesta es individual.

¿Alguna cosa más?
Si me permite, me gustaría acabar con una pequeña crítica a los recetarios de autoayuda que proponen un positivismo fanático ante cualquier dificultad vital. 

Adelante
Para transformar nuestras vidas, y por extensión nuestra sociedad, es necesario entender los fundamentos que sostienen nuestras convicciones y deconstruirlos. Para construir algo nuevo, hay que empezar por cuestionarse a uno mismo. O como diría Spinoza: “Si no quieres repetir el pasado, estúdialo".

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