El elixir del amor romántico

Yo soy más de libros que de películas, y más de cine que de televisión. Pero ayer me vi ante una tele justo en el momento en que empezaba “Destino oculto”, escrita y dirigida por George Nolfi. 

En esta ocasión Matt Damon encarna a David, un carismático político comprometido con las causas justas del pueblo y al que sin embargo el destino le niega estar junto al amor de su vida. Ay, caray, qué cosas. ¿Y por qué se le niega el amor a este buen hombre?

La respuesta no se hace esperar: estamos ante una película que se salta de un plumazo todas las complicaciones de las relaciones amorosas adultas, y nos presenta alegremente la historia de un hombre y una mujer que en cuanto se ven, se enamoran y sienten en lo más profundo de su corazón que están hechos el uno para el otro. Para seguir viendo la película, por tanto, es necesario beberse de un trago y sin contemplaciones el elixir del amor romántico. Una vez hecho esto, la película nos ofrece un giro inesperado. Las complicaciones no vienen con el desgaste del tiempo, ni con la rutina de la vida cotidiana, ni por la precariedad laboral, ni siquiera con los hijos. Vienen por otro lado, o mejor dicho del otro lado.

El otro lado son unos hombres vestidos de traje y corbata, a lo Wall Street, que son los agentes del destino. Al parecer no hay mujeres agentes del destino. Sólo hombres, aunque por lo visto el racismo ya ha sido solventado en las altas esferas, y uno de ellos, es negro. Estos hombres, que llevan todos sombrero, son los encargados de que “El Plan” se lleve a cabo. ¿Y qué es "El plan"? El plan vendría a ser algo así como el destino. Y consiste en cómo deberían ser las cosas para que el mundo fuera un lugar mejor. Los agentes trajeados son buenos y velan para que la humanidad no se vaya al traste. Por eso llevan un librito en el que van comprobando si cada cual está siguiendo los pasos que le corresponden y si no es así, tienen poderes mágicos para influir en las vidas de las personas y en sus decisiones.

“El Plan” es un poco como la Biblia en el sentido en que se va modificando cada cierto tiempo en un lugar secreto. Al parecer en sus anteriores 15 versiones preveía que David y Elise (así es como se llama aquí la princesa y que en la vida real es la actriz Emily Blunt) se encontraran y se enamoraran. Sin embargo en algún momento “El Plan” sufre una modificación, que por supuesto no se nos cuenta a qué se debe, y en sus últimas dos versiones la historia de amor de David y Elise no está. O sea: que no puede ser. El problema estriba en que debido a un despiste de uno de los agentes del destino ellos se cruzan y la flecha de Cupido les alcanza. Otro chupito de elixir.

¿Por qué no debería darse ese amor? Se pregunta el telespectador. El agente negro se lo explica a David, y de paso nos enteramos nosotros también: Porque “El Plan” ha previsto otras vidas para ellos. David se tiene que convertir en presidente del Gobierno (de los Estados Unidos, of course) y cambiar el mundo, y Elise debe llegar a ser una exitosa bailarina. De volver a cruzarse ni el uno ni la otra llegarían a donde se les espera. Al parecer el amor tan grande que sentirían el uno por el otro los alejaría de sus grandes triunfos. Anda, ¿y eso por qué? Pues porque al estar colmados por ese gran amor, él perdería sus ganas de cambiar el mundo y ella renunciaría a su carrera profesional y se convertiría en una modesta profesora de baile de niñas de seis años. De este collar yo recojo dos perlas: una, que el amor no es algo que nos impulse con más fuerzas a perseguir nuestros sueños, a brillar en el mundo o a aportar nuestro granito de arena para mejorarlo. Los grandes amores, parece querer decirle el agente negro a David, y a nosotros de paso, son un lastre. Y dos, que las personas que triunfan en el mundo y hacen algo valioso por la humanidad, son personas a las que se les ha negado el amor, de manera que así, sumidas en una terrible soledad, puedan entregarse en cuerpo y alma a su misión en la tierra.

Sin duda, es un planteamiento que tranquiliza al telespectador: ¿Recuerdas tu última decepción amorosa? Pues es la voluntad de un plan mayor, que conspira en otro plano, por un bien mayor. Alégrate, telespectador, de tu corazón roto, porque es la fuerza motora que te va a alinear con tu verdadero destino. ¿No te das cuenta, necio, de que un corazón colmado te convertiría en una ameba?

Ante esto, una podría decir, ah, bueno, pues si está todo escrito y estos hombres tienen tanto poder para incidir en nuestras vidas y además es por una buena causa, lo mejor sería entonces aceptar “El Plan”. Rendirnos a nuestro destino, aunque no lo entendamos muy bien y abrazar la “aceptología”, doctrina que proclama que todo tiene un sentido último que nosotros, ciegos mortales, no alcanzamos a ver. Nuestro protagonista, sin embargo, no hace eso. Se revela. Se empeña en vivir ese amor que ya no está en su destino. Es decir, acepta lo que “El Plan” tenía previsto para él en sus anteriores versiones pero rechaza sus últimas modificaciones. O lo que es lo mismo, coge de él lo que le conviene y rechaza lo que no lo gusta. Aquí, en un tendencioso discurso de David, su decisión se nos presenta como un alegato al libre albedrío. ¿En qué consiste la libertad sino en tomar nuestras propias decisiones? Nuestro protagonista es un hombre que siguiendo los dictados de su corazón, se niega a doblegarse a fuerzas mayores. Pues no sé qué decirte Mari Carmen, yo lo veo más bien como un niño grande, que se obceca en que las cosas sean como él quiere que sean. A él lo que le interesa es Elise, y si el mundo se va al carajo, pues que se vaya.

Veamos ahora cómo vive Elise todo esto. Ella es una bailarina, aparentemente feliz con su vida, que decide anular su boda con un buen novio de carne y hueso, porque el recuerdo de David, ese hombre con el que ha compartido tan solo una tarde de su vida, le impide conformarse con menos. Bien, aquí debemos bebernos ya la segunda botellita de elixir. Tragarnos sin pestañear que una mujer inteligente y feliz renuncie a darle el sí a su novio imperfecto pero real, por el recuerdo de un fantasma con el que pasó unas horas y agárrate: hace tres años. Está bien, bebamos. Bebamos y sigamos bebiendo porque cuando se reencuentran, el amor vuelve a surgir entre ellos con asombrosa facilidad, hasta que unos días después, los agentes del destino cumplen sus amenazas y hacen que Elise se caiga en una actuación y se esguince el tobillo. David entiende el aviso y desaparece de la manera más elegante que se le ocurre: dejándola sola en el hospital.

Pues bien, amigues, todavía falta la traca final. 11 meses después Elise parece haber recapacitado y está ya dispuesta a darle el sí a su novio. Justo antes de entrar al juzgado, va un momento al lavabo a retocarse y ¿A quién creéis que se encuentra allí? ¡Exacto! A David. Él le pide perdón por haber desaparecido de esa manera tan abrupta, le habla de “El Plan”, le cuenta que hay unos hombres del más allá que están empeñados en impedir su amor y le pide que confíe en él. ¿Y qué hace ella? El enfado le dura cinco segundos y le bastan tan sólo tres para tragarse sus explicaciones, mirarle a los ojos con arrobo, dejar plantado al novio y seguir a David a través de extrañas puertas que los conducen al ministerio de los agentes del destino, ascender por sus escaleras en espiral hasta la terraza del edificio, un rascacielos en medio de la Gran Manzana, y una vez allí, acorralados por un ejército de militares del otro mundo, besarse apasionadamente. Por supuesto ese beso, ese acto de amor infinito, enternece al Director General de “El Plan”, un señor al que nunca vemos, pero que al parecer se conmueve ante su perseverancia y hace las modificaciones pertinentes en “El Plan” para que su amor sea posible.

Lo que nos quedamos sin saber es si esas modificaciones incluyen también que David y Elise puedan volver al mundo real y seguir con sus vidas, él la de congresista y ella la de bailarina, o si ya se van a quedar ahí para siempre, en lo alto de esa terraza, colmados por ese amor tan grande y tan infantil que todo lo puede, como las grandes mentiras. O como las ficciones tramposas, que bajo una apariencia de victoria y esperanza, pretenden darnos gato por liebre.